El término Bullying proviene del vocablo inglés “bull“, que significa toro. Según los diccionarios, alude a pasar por sobre otro u otros sin contemplaciones.
Se refiere a un tipo de violencia concreta: el acoso de muchas personas a unas pocas o a una sola. Lo sorprendente es que la traducción al español es acoso escolar. ¿Por qué será? ¿Es que los y las hispanoparlantes pensamos que el bullying es un conflicto que nace y se reproduce solamente en los ámbitos escolares? ¿Será que encapsular este tipo de problemas en la escuela nos exime de pensarnos como adultos pertenecientes a una sociedad que discrimina, que agrede, y que es indiferente a las violencias del entorno? Seguramente, si pudiéramos pensar que la violencia entre chicos y chicas no es intrínseca a la niñez y a la adolescencia sino que es la consecuencia de lo que reciben de su entorno de adultos, vamos a haber allanado bastante el camino.
Cuando hablamos de un caso de bullying, sabemos que hay agresores, agredidos y espectadores: esa masa de gente que observa y cuyo compromiso pasa por sumarse pasivamente, pero que, unida, puede mover el amperímetro para un lado o para el otro de la situación. En los casos de ciberbullying, esos espectadores son quienes llenan las redes de pulgares para arriba o para abajo.
En los últimos días supimos de un niño de 11 años con discapacidad que fue agredido en el marco de un viaje de estudios. Es tan fácil encontrar en las redes el video que filmaron y compartieron sus compañeros que da escalofríos. ¿Qué habrán pensado estos chicos al grabar la escena y subirla a las redes? ¿Ninguno trató de hacer entrar en razón al resto? ¿Nadie registró, nadie les enseñó que hay una segunda gran agresión, tan dura como la primera, que es la propagación sin límites de lo sucedido por medio de los dispositivos digitales? Se sabe que al volver, la maestra los increpó y solicitó generar una cofradía y no involucrar a gente “de afuera”. Duele la ausencia de alguna persona adulta que tomara conciencia que no era un simple juego de niños. Cuando unos se divierten a costa de otro, que a su vez no tienen la misma capacidad de defenderse, ya no es un juego.
Podemos pensar que por suerte las imágenes se viralizaron, brindando evidencia del hecho y haciéndolo público. Es decir, no siempre las redes sociales juegan del lado de “los malos”. Puede ser que las aprovechemos como un recurso para denunciar, expresar o compartir una situación.
Pero volviendo a nuestro caso ¿qué hubiera pasado si quienes recibieron el video, en vez de darle like o reenviarlo, hubieran frenado a los “matoncitos” que se le tiraban encima al agredido? ¿En qué pensaban, qué sentían los testigos, quienes observaban lo que estaba sucediendo? ¿En qué pensaban quienes reenviaron el video? ¿En qué sociedad vivimos que las diversiones no tienen anclaje en los valores mínimos de solidaridad y empatía?
Por su parte, los medios de comunicación no tuvieron una mejor performance que la comunidad escolar. Hubo un abordaje incorrecto y una revictimización del niño y su familia. Escucho a la ex vicepresidenta Gabriela Michetti comentar muy ligeramente en una entrevista televisiva: “la mamá de la víctima es muy joven, algo le pasa que actúa así”. Me corre frío en la espalda, demasiado parecido a nuestro tristemente célebre “por algo será” de los años setenta. La violencia nunca es buena, pero es infinitamente mayor si además se revictimiza y se traslada la mirada sospechosa a quien recibe la agresión. El algo habrá hecho en estos casos o en casos de violencia de género es el pensamiento nocivo y erróneo que frena cualquier proceso para desarticular estas situaciones.
El bullying y el ciberbullying son emergentes de lo que somos como colectivo. Cuando hayamos evolucionado en tanto sociedad, quizá no erradicando la violencia pero por lo menos registrándola, siendo sensibles en registrar quién la padece, accionando en conjunto para frenarla, estaremos más preparados para prevenir una agresión, y que no se convierta en bullying. O en acoso escolar.