Autor: Silvina Ferreira dos Santos, del equipo de asesoramiento psicológico en Chicos.net. (1)
La partida incluye a los padres y se los convoca a jugar a no jugar o por lo menos no como lo hacían en la infancia, lo cual no es nada sencillo y, además, frustrante. Parece paradójico pero a la vez necesario, se juega a dejarlos fuera de juego y los padres deberán prestarse a ello. En este juego vital, la manada cobra protagonismo. Es en grupo que los adolescentes transitan los cambios y transformaciones de esta etapa. En este sentido, la intervención adulta puede resultar acotada e incluso obturante de ciertos procesos adolescentes en curso. Otros caminos de cuidado deben ser implementados, más allá del control que imperaba como recurso en la infancia. La grupalidad podría tener una potencialidad clave para pensar estrategias de intervención. La figura de un par quizás resulte más próxima en términos de confianza y también, más considerada a la hora de buscar ayuda. Generar espacios de reflexión grupal donde se dialogue y piensen aquellos emergentes propios de la preocupación adolescente (y no impuestos desde la mirada adulta) puede resultar una apuesta interesante para propiciar la construcción de pautas de cuidado conjuntas.
El distanciamiento respecto de los padres es esperable como parte del trabajo adolescente por su independencia. Sin embargo, no contar con una “manada”, un grupo con quien transitar los cambios vitales, es una señal de alarma y preocupación. La adolescencia es una etapa turbulenta de la vida, especialmente a los inicios, en lo temprano de sus comienzos. Muchísimos son los cambios y poca aún la capacidad de procesarlos. Por lo cual los adolescentes suelen estar más vulnerables y expuestos a los riesgos. Si aún no es posible pensar ni apalabrar el malestar subjetivo, ni tampoco contar con otros que ayuden en esta tarea de metabolización afectiva, los adolescentes pueden apelar a una serie de acciones a modo de descarga de su malestar y sufrimiento que ponen en riesgo su vida o a veces, le pone fin.
La “ballena azul” surca estas aguas y encuentra en algunos adolescentes, los más vulnerables, un blanco posible para su depredación. Estando a la deriva, algunos adolescentes pueden ser presa fácil de propuestas que alimentan el desaliento, desesperanza y vacío que los alberga. Fascinados por los “cantos de la ballena”, siguen sus pasos y encarnan un ritual de autodestrucción.
¿Es posible que éstos adolescentes puedan sustraerse de esta propuesta perversa que va aboliendo lo más preciado de su subjetividad? La Web puede funcionar como una superficie de escritura para visibilizar y volcar un malestar intolerable. Muchos adolescentes comparten su estado en las redes y su publicación oficia de testimonio para quién esté dispuesto a leerla. Sin embargo, no alcanza con la visibilidad, aún se necesita de una mirada capaz de implicarse en un decir ajeno sobre su sufrir y penar. ¿Seremos capaces de leer los rastros que un adolescente va dejando en las redes como testimonio de su sufrimiento y de su imposibilidad para abordarlo? ¿Cómo rescatarlo?
En principio, habría que llamar a las cosas por su nombre. Las palabras o los términos que empleamos para designar o nominar no son ingenuos y sancionan una realidad como tal, la configuran. La viralización puede favorecer el replique automático de contenidos sin que medie el pensar necesario para implicarnos en la responsabilidad subjetiva que nos cabe como productores que somos de la Web 2.0. ¿Es la ballena azul un juego tal como osa llamarse? Inducir a las conductas autodestructivas no es un juego sino una “matanza”, una propuesta de exterminio filicida por más digital que parezca. “Así no se juega” es una frase muy dicha para sancionar aquello que se ha dejado de ser algo del orden del juego. Pero ¿en qué consiste esa división de aguas entre lo que es jugar y aquello que no lo es? Todo juego, más allá de su contenido, se funda en un principio básico que lo posibilita como tal, aún cuando éste no sea explicitado y se dé por sobrentendido.
En el jugar, “no vale todo”.
Cuando dejamos de lado la renuncia de hacer todo cuanto se nos plazca sin miramientos por lo culturalmente aceptable, jugar no es posible y la situación muta en perversión. Llamar a las cosas por su nombre, establece otro cuadro de situación. Ya no se trata solamente de que los adolescentes no jueguen este juego, sino de impedir que se juegue perversamente con ellos, destituyéndoles su ser persona a la condición de objeto o juguete de otro. Aquí es más necesario que nunca que los referentes adultos (Estado incluido) restituyan una legalidad humana y jurídica capaz de asegurar un intercambio basado en la consideración y el respeto por la subjetividad propia y ajena.
El suicidio es la segunda causa de mortalidad en población adolescente. Hace mucho tiempo, Durkheim supo relacionar las conductas suicidas adolescentes con la anomia. Sostener reglas de juego claras, habilita al despliegue de aquellas jugadas que los adolescentes necesitan poder jugar para hacer realidad su proyecto de ser grandes…sin que ninguna ballena azul se cruce en su camino y cruelmente se los engulla.
[1] Psicóloga. Psicoanalista. Profesora Titular de “Clínica con niños y adolescentes”, Universidad Maimónides (Argentina). Miembro del consejo directivo de la AEAPG. Autora de varios artículos científicos y de divulgación sobre niños y adolescentes en los contextos digitales. Miembro del equipo de asesoramiento psicológico en Chicos.net.