Cerca del 80% de los abusos sexuales en niños y jóvenes ocurren en el entorno familiar. Esta crónica narra en primera persona la importancia de la Educación Sexual Integral para poner palabras donde el dolor instala silencios.
Por Ana Ramírez - Ilustración Emma Jamardo
Nadie me explicaba por qué ser niña era como estar dentro de una caja de espinas, donde todo el tiempo podría salir lastimada si no me cuidaba.
Las conversaciones con mamá siempre terminaban en hablar de por qué yo no podía estar en casa de mis amiguitas. Mientras me peinaba, mamá hablaba:
–Ellas tienen papás y hermanos, no te puedo dejar en su casa.
–¿Pero por qué?, si vamos a jugar.
–No voy a dejarte donde hay hombres. Punto. Es peligroso.
En esos momentos no entendía, ¿qué tenían de malo los hombres? En mis pensamientos de niña solo existían dos cosas: jugar y divertirse. No le daba mucha importancia a lo que mamá me decía, porque nunca me explicaba por qué era tan peligroso.
En marzo de 2017 cumplí 9 años. Me encantaba jugar y tener amigos, lo que no sabía era que aprendería las injusticias de la sociedad de la peor manera posible. Un familiar, conocido por mis seres queridos, me arrebató una parte de mi corazón y lo que me quedaba de infancia. Sí, sufrí un abuso. En esos momentos no sabía lo que era y sin entenderlo me volví parte de ese 80% de los casos de abuso que se dan en un entorno familiar.
Mis manos temblaban y al mismo tiempo sentía una quemadura en todo el cuerpo. Me ardía y quemaba y no se veía, pero tenía claro que las cicatrices internas quedarían por siempre. Lloraba en el día, lloraba en la noche, cada lágrima que caía sumaba espinas en mi corazón.
Cuando mamá me encontró aquella vez, estaba llorando tanto que mis ojos se habían puesto rojos. Me miró y al segundo ella también empezó a llorar, me levantó y me abrazó. No dijo nada, supongo que su silencio fue una forma de evitar la verdad.
Habían pasado semanas desde lo sucedido y por dentro me preguntaba, ¿hice algo mal? Mamá decía que el peligro estaba en las calles, pero yo sufrí dentro de mí propio hogar, lo que me hizo cuestionar qué tanta razón tenían sus palabras. Mientras tanto, el vacío crecía, las dudas y el miedo rondaban en mis pensamientos todo el tiempo (el mismo lugar donde antes solo me importaba ser niña).
Mamá sabía que algo estaba mal, lo notaba en sus ojos cada vez que me miraba. Dejé de jugar, de sonreír y de ser feliz de un día al otro: no era tan difícil de notarlo. Por recomendación de una amiga suya, me mandaron a una psicóloga pública, no se podía dar el lujo de pagar una privada.
Al llegar, el lugar estaba descuidado y solo había dos sillas. Hablando con ella, con miedo, le explique la situación que viví.
–¿Qué ropa tenías puesta?
Esa pregunta me hizo pensar que no me estaba escuchando, ya que no tenía relación con lo que dije. Pero simplemente respondí igual.
–Mi vestido celeste favorito.
–Tal vez eso tuvo que ver, si no quieres que te vuelva a ocurrir, tienes que cuidarte.
Mi mente se nubló. ¿Yo lo provoque? ¿Cuidarme? ¿Tuve la culpa de algo? La vergüenza, el asco y la tristeza me envolvieron. Volví a mi casa con más dudas que antes.
Para marzo de 2022 vivía con decaídas emocionales sin razones aparentes, me sentía cansada y atormentada todos los días. Hasta que inicié la secundaria y empecé a tener mis primeras clases de Educación Sexual Integral. Recuerdo que una frase de la profesora se me quedó pegada en la cabeza:
“Ante cualquier situación que ponga en peligro nuestra integridad como persona, tienen que recurrir a un adulto que los ayude”.
A los niños se les enseña que cuando estén en peligro recurran a un adulto, pero qué pasa si el peligro es el mismo adulto. Siempre se centran en educar a los más pequeños para que se cuiden y hablen. Pero, ¿por qué solo educamos a las víctimas y no a los victimarios?
Terminada la clase, me dio por preguntar a mi profesora qué pasaba si no se podía recurrir a un adulto y me respondió que había varias maneras de pedir ayuda: sea recurrir a una comisaría cercana o llamar a la línea 102. Se detuvo un momento y me miró con preocupación:
–¿Hay algo que me quieras contar?
Lo dude, pero tenía tantas preguntas que necesitaba saber lo que me pasaba.
–Hace unos años me sucedió algo raro con un familiar, no sé si estaba mal, siempre evitaron hablar de eso.
–¿Te obligaron a hacer algo que no querías?
Era eso.
Mientras más hablaba con esa profesora más lo entendía: sufrí un abuso, no tuve la culpa. Recién ahí pude poner palabras y explicar lo que me pasó. En la escuela aprendí lo que antes evitaban decirme: los límites, el respeto sobre mi cuerpo y el valor de mis palabras.
“La educación sexual integral ha contribuido a que los y las estudiantes puedan reconocer y poner nombre a situaciones que vulneran su integridad física, su dignidad y su derecho a vivir libres”, dijo en una nota Mariela Belski, directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina. Me siento identificada. Yo soy una de esas estudiantes.
La ESI es una herramienta que funciona para llegar a los lugares donde es más difícil: las casas. Según estadísticas oficiales sobre abuso sexual infantil en Argentina actualizadas en 2020, el 53% de los abusos sucede en el hogar de la víctima, el 18% en la vivienda del agresor y el 10% en la casa de un familiar; mientras que el 47% de las víctimas tienen entre 6 y 12 años, el 28% hasta 5 años y el 25% entre 13 y 17 años.
Poniendo palabras al dolor y buscando información aprendí de mí como persona y también sobre mis derechos. Supe que existían muchos casos como el mío -lamentablemente- y también que hablar y ser escuchada ya es un acto de justicia, un primer paso para buscar la ayuda en los lugares indicados.
Tal vez, si lo entendía un poco antes, hubiera alivianado los años de dolor y angustia. Por eso la primera persona de esta crónica no habla solo por mí. Porque quisiera que la cadena del silencio se corte. Que nadie sienta que quedarse callado es la mejor opción.
Este texto fue producido durante el taller "Jóvenes cuentan jóvenes", dictado por Buena Data en febrero de 2025.