Buena Data salió a pasear por las calles de Buenos Aires y un hombre comenzó a gritarnos. A partir de ese episodio, una periodista de nuestra agencia reflexiona sobre el problema del odio y la intolerancia que está sacudiendo a la Argentina.
Martina Bonino
Un domingo cualquiera, en la Plaza de Mayo, un hombre en bicicleta se acercó a gritarnos. Estábamos frente a la pirámide, donde hay pañuelos estampados en el piso, haciendo un recorrido con una guía que nos enseñaba la historia de la Ciudad.
El hombre de la bicicleta empezó con el típico “¿A ustedes les están contando la verdad sobre Madres y Abuelas de Plaza de Mayo?, ¿les cuentan que sus hijos eran asesinos?”. A lo cual pocos nos inmutamos, ya que es un discurso que tenemos sabido.
El señor continuó con la agresión, y empezó a mezclar los temas como batido frutal que venden en la playa. Es difícil reconstruir con coherencia sus gritos, pero más o menos el discurso iba así: “los hijos de Madres de Plaza de Mayo merecían ser desaparecidos por el Estado porque eran asesinos”, las “feministas aborteras deberían exterminarse” (también por asesinas), sumado a que seguro apoyamos al Che Guevara -asesino de homosexuales- a lo cual él oponía porque era puto, y “los ¡putos estamos con Milei!”.
Nosotros -jóvenes de todo el país integrantes de la Agencia Buena Data- habíamos viajado muchas horas para encontrarnos y tener la clase final de un programa educativo que a una buena parte nos ayudó a encontrar nuestra vocación periodística y comunicacional. Las historias de los viajes en la ruta, los extraños compañeros de asiento y los sueños de futuras colaboraciones periodísticas se opacaron cuando el señor de la bicicleta nos gritó con tonos tan violentos.
Impactados ante semejante ensalada rusa que el señor había armado en plena vía pública, el suceso fue el más comentado por el resto del día.
Martina en Plaza de Mayo, minutos antes de que un hombre comenzara a gritarnos.
Alguien se me acercó y me dijo “vivieron la experiencia completa de Buenos Aires: city tour y gente enojada que grita”. A lo cual me reí y tomé como un simple comentario al pasar.
Sin embargo, después de algunas semanas, me quedé pensando en esto de “Buenos Aires experiencia completa”. ¿En qué momento naturalizamos que un hombre se acerque a un grupo de adolescentes a gritarles por tener una opinión política diferente? Si bien esto es a modo anecdótico, sirve para realizar un análisis sobre la naturalización de los discursos de odio, principalmente en este último tiempo. ¿Quizá tiene que ver con que nuestro propio jefe de Estado se expresa cotidianamente con expresiones odiantes? ¿Acaso no está normalizado que el presidente tenga un ejército de trolls que realizan comentarios de odio por redes sociales?
¿Por qué, en plena Plaza de Mayo, ninguno de los espectadores hizo algo para frenar al tipo? ¿Estamos acostumbrados a quedarnos en la observación pluralista en las situaciones de violencia?
Preguntas sin respuesta que rondan mi cabeza hace un tiempo, y que me llevan a pensar, ¿quién avala estos discursos de odio? ¿Por qué parecen ser incesantes? ¿Qué transcurría en la vida del pobre señor que no tenía algo más interesante que hacer que gritarle a adolescentes?
Pero sobre todo, me lleva a una preocupación: ¿Qué viene después del discurso de odio? Porque, por definición, un discurso de odio incita a la acción violenta. Atrás de la afirmación de que los “subversivos” eran todos guerrilleros, está la justificación de que merecían ser desaparecidos. Y el probleblema es que si se justifica el terrorismo de Estado, se están justificando también las prácticas persecutioras del presente contra colectivos como los feminismos, los grupos LGBT+ y los partidos políticos; pero también contra periodistas, jubilados, docentes, pobres y podemos seguir.
¿Quién pone en práctica el verdadero “escuchamos pero no juzgamos”? Hablamos de discursos de odio, de no-violencia y de libertad de expresión, ¿pero verdaderamente nos permitimos salir de nuestro discurso para escuchar a quien opina completamente diferente? Yo creo que no, y ahí quizás está el punto de todo esto. Cuánto nos cuesta escuchar a quienes no opinan como uno. Y el problema es que si no escuchamos, no dialogamos, esos pensamientos se seguirán divulgando de todas maneras y aún sin saberlo; y ahí entra nuestra responsabilidad de hacer algo.
Hablar a pesar de las diferencias
¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos sentado en ronda a dialogar con el señor de la bicicleta? ¿Habría cambiado su actitud, su opinión o su forma de dirigirse al resto? Creo que no, pero al menos, tanto nosotros como él, nos hubiéramos dado el espacio de aplicar la escucha activa de la opinión ajena.
Porque hablar con quienes piensan igual o similar a nosotros es sencillo, y cada mini discusión parece ser fructosa y útil; pero en realidad, ¿dónde están esas opiniones que no vemos? ¿Dónde se esconden quienes tienen ideas muy contradictorias a las nuestras? ¿Cuáles son los espacios a los que no llegamos aún para expresar estos puntos de vista y dialogar sobre derechos y protecciones?
Evidentemente nos encontramos en un contexto sociopolítico que habilita discursos de odio como las formas que tuvo el señor, lo cual resulta más preocupante que el propio discurso. En conclusión, hacen falta espacios de diálogo inter-político donde la diversidad, el pluralismo y el respeto sean tomados como valiosos, y donde actitudes como la del señor de la bicicleta sean cuestionadas y debatidas. Esto podría ayudarnos a pensar qué otras violencias tenemos naturalizadas y cómo nos posicionamos ante quienes no opinan como nosotros.